miércoles, 11 de diciembre de 2019

Elogio de la ignorancia

Es prejuicio común respecto de la filosofía el suponer que el filósofo sabe "muchas cosas". Desde Aristóteles, pasando por Leibniz y Hegel, la filosofía se ha presentado a sí misma como una especie de enciclopedia sistemática de los saberes articulada en torno a principios indiscutibles. El campo del saber parecía unificado de la manera más sólida sin que quedase lugar para el vacío o la ignorancia, pues estos, allí donde existían, estaban destinados a ser cubiertos por el progreso de un saber sistemático. Ciertamente, dentro del campo de estas grandes construcciones intelectuales nos encontramos no solo con ciencias consolidadas con métodos bien fundamentados y resultados verificables, sino con otros elementos que no forman parte de ese tipo de saber como los conceptos de "sujeto", "fines", "voluntad libre", etc. Conceptos que no pertenecen obviamente a ninguna ciencia, pero que los filósofos de la corriente mayoritaria de la filosofía occidental, que llamaremos por simplificar "idealista", introducen en la filosofía a partir de distintas ideologías como la religiosa, la moral o la jurídica.

La construcción de los sistemas filosóficos, que se presentaba a sí misma como más sólida que la de las ciencias aisladas, integra así elementos que no tienen ninguna función en el discurso científico, pero que sí sirven para reproducir el orden social. No se articula ninguna demostración matemática ni física seria sobre la idea de sujeto libre o de fines, pero estas ideas son indispensables para el funcionamiento del discurso jurídico, moral o religioso. La filosofía practica así una síntesis particular entre ciencia e ideologías sociales que permite a estas últimas recubrirse del prestigio intelectual de la primera a la vez que neutralizan sus posibles efectos "disolventes". Aparentemente se está fundamentando en estas filosofías el saber científico sobre el sujeto, la voluntad o la conciencia, pero lo que se está haciendo en realidad es integrar en la ideología unos discursos científicos que excluyen este tipo de temas para poder funcionar como sistemas demostrativos abiertos y rigurosos.

La función de esta operación es clara: se trata de neutralizar los efectos de liberación respecto de las ideologías y los poderes sociales que tendrían unos discursos científicos dejados en libertad. Incluso una disciplina como la matemática, que se nos presenta como abstracta y alejada de la realidad social tuvo que construirse contra las ideologías sociales dominantes; hoy mismo vemos cómo para determinados sectores religiosos el antifinalismo radical de la teoría darwinista de la evolución resulta una amenaza. Por no hablar de una concepción materialista, no finalista ni providencialista de la historia como la de la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx que ha tenido que ser ocultada tras una dialéctica de la razón de Estado o una dialéctica de la historia para poder encajar en el finalismo propio de las grandes ideologías sociales de la obediencia que son el derecho, la moral o la religión. La tradición "marxista" no es ajena a ese trabajo de ocultación y desfiguración del programa materialista de Marx. Puede decirse que el marxismo real ha cumplido plenamente hasta nuestros días todos los requisitos para ser un discurso de integración de los contenidos subversivos de una ciencia en el orden ideológico dominante: el del Estado capitalista del que los distintos socialismos rara vez lograron apartarse.

La aspiración a un saber absoluto, sistemático y definitivamente fundamentado no es en sí una aspiración de las ciencias. Las ciencias tienen objetos propios, métodos definidos y protocolos de verificación o falsificación de sus enunciados internos a cada una de ellas. Sin embargo, las grandes ideologías sociales como la religión o la creencia política en el Estado y la soberanía como órdenes teológico-políticos trascendentes a la sociedad aspiran a constituir un sistema completo de saberes. Este sistema se basa en los grandes temas de la religión y del derecho: la idea de sujeto libre y responsable, la relación de este pequeño sujeto con un gran Sujeto fundador del universo, las ideas de voluntad libre y de fines atribuidos al sujeto pero también a las cosas de la naturaleza. La ideología casi espontánea que sirve de fundamento a muchas religiones según la cual las cosas de este mundo están dispuestas para la utilidad del hombre, salvo que Dios lo disponga de otra manera para castigar al hombre se presenta como un saber completo sobre el universo, un saber también cerrado y fundamentado en un principio: la voluntad insondable de Dios, un absoluto, perfectamente indeterminado, pero que en su indeterminación da cabida a todo lo que ocurre en el universo. La argumentación finalista es así una argumentación "por la ignorancia" (Spinoza) pues siempre acaba recurriendo a una voluntad de Dios de la que nada sabemos y que es solo un nombre de la ignorancia. Y sin embargo el finalismo como discurso religioso sobre el hombre y la naturaleza o como discurso teológico-político sobre la sociedad aspiran a ser discursos completos y autosuficientes. Igual que los grandes sistemas filosóficos, se presentan como formas de un saber absoluto.

Sin embargo, conocer algo no es reducirlo a la ignorancia sino determinar las relaciones que lo constituyen como cosa, es decir como elemento de la naturaleza. Una cosa no es una realidad aislada y capaz de subsistir por sí misma que se presenta ante un sujeto como algo que este puede usar o conocer porque posee propiedades intrínsecas que la hacen útil o cognoscible, sino un nudo de relaciones dentro de la trama de la naturaleza. Las ciencias exploran estas relaciones desde distintos aspectos construyendo sus propios objetos, no recogiendo un saber "disponible" en el seno de las cosas, sino produciendo sistemas de proposiciones y demostraciones que nos permiten explorar relaciones particulares. La ciencia no parte de un saber ya existente presente en las cosas mismas sino que está obligada a partir de la ignorancia y a producir desde ella el saber. Un saber que no es nunca absoluto y que, tratándose de un saber de relaciones y de condiciones de existencia, es por definición relativo y condicional. El discurso científico no integra sus proposiciones en un orden cerrado que les proporciona una fundamentación absoluta, sino que las deja relativamente abiertas al descubrimiento o, mejor dicho la producción, de nuevos puntos de vista. En este aspecto la ignorancia no es lo contrario de la ciencia, sino la condición misma que permite ponerla en marcha como proceso de producción de conocimientos.

Es necesario, en efecto, para que una ciencia pueda empezar, evitar la solución "fácil" que consiste en dar por supuesto que existe en las cosas mismas un saber que tendríamos que des-cubrir. Una ciencia debe partir de un principio básico que es la distinción radical entre el conocimiento y su objeto: la idea del círculo no es circular, no es un objeto presente en el espacio, sino en el pensamiento, la idea de perro no ladra, ni tampoco muerde. En cierto modo, esa distancia entre el conocimiento y su objeto instaura entre ambos un vacío, "el vacío de una distancia que se ha tomado" (Althusser) y una cierta ignorancia, puesto que el saber es el resultado de un proceso propio del pensamiento, no algo que está siempre-ya en la cosa misma, a nuestra disposición, como cree el pensamiento finalista que las plantas del campo o los peces del mar están para que los hombres los coman. Idea delirante aunque terriblemente familiar de la que hay que deshacerse si se quiere, por ejemplo, conocer qué plantas son tóxicas y cuáles podemos comer o de qué manera podemos pescar o preparar los peces para que sean comestibles. Idea que omite muy precisamente lo que hace que una cosa útil para nosotros: su transformación mediante un proceso de producción.

Todo esto nos conduce, ante la presuntuosidad de los discursos ideológicos presentes en las ideologías sociales o incluso en grandes filosofías, a reivindicar la ignorancia como ese vacío que nos impide dar por ya hecho un proceso de producción de conocimientos que está enteramente por hacer. Cuando miramos al cielo y vemos el sol, este nos parece -según un clásico ejemplo que atraviesa la historia de la filosofía desde Aristóteles hasta Spinoza, del tamaño de una moneda de oro que brilla e el cielo no demasiado lejos de nosotros. Solo cuando la astronomía, valiéndose de métodos geométricos determina las relaciones reales entre el sol y nuestro cuerpo podemos saber que el sol es un astro mucho mayor que la Tierra y que está situado a una enorme distancia de nosotros. Y aún así seguiremos viéndolo del tamaño de una moneda de oro, puesto que las relaciones físicas entre este astro y nuestro cuerpo nos hacer verlo así.  La evidencia de la "cosa misma" es así un obstáculo para la ciencia: mientras no produzcamos su concepto estaremos tomando la ignorancia por un saber. Sigamos mirando el cielo; esta vez no vemos el sol sino un objeto que lo atraviesa y de cuya naturaleza no tenemos ninguna idea. Hay quien diga que estamos "viendo" un OVNI, un "Objeto Volador No Identificado" y a partir de esa denominación imagine un origen extraterrestre del objeto o incluso desarrolle todo un discurso que, mediante rebuscados razonamientos haga ver a ese objeto como procedente de una sociedad mucho más avanzada que la nuestra. Una secta trotskista llegó a afirmar sin ironía alguna que los OVNI procedían de una sociedad que al estar mucho más adelantada técnicamente que la nuestra tenía relaciones de producción "comunistas". Los extraterrestres eran así "camaradas" que vendrían a echar una mano en la revolución pendiente. Todo ello a partir del nombre de la ignorancia "OVNI" tomado como el fundamento de un saber, como la propia idea de "voluntad de Dios" que sirve de clave de bóveda al discurso finalista.

Un racionalismo materialista evita esa identificación de la ignorancia con algo conocido, con un saber que está "en la cosa misma" incluso en tanto que ignorada. El materialismo de las ciencias y de la filosofía materialista coherente -que nada tiene que ver con el fisicalismo o las ontologías de la materia corrientes- asume la ignorancia como "corte" entre el conocimiento y las cosas. La proposición "existen los OVNIS" tiene desde esta posición una única respuesta: "Sí, evidentemente", pues entre las muchas cosas que no conocemos y que no somos capaces de identificar en la naturaleza, al no haber producido su conocimiento, están las cosas que vuelan por el espacio encima de nuestras cabezas. Dar un contenido al término "OVNI", empezar a contarnos cuentos alrededor de esa palabra que es el nombre de una región de nuestra ignorancia es "argumentar por la ignorancia" y "delirar", por mucho que el delirio y ese tipo de argumentación sean algo cotidiano y sirvan de fundamento a nuestras concepciones ideológicas de la naturaleza y la sociedad.

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